ENSAYO...

CON LA TOGA AL CUELLO

Los ritos no son meras formas sino esencia misma. No habría ni que recordarlo. Pero aquí todavía creemos que forma y fondo son asuntos diversos, escindibles, cuando la semiolo- gía hace ya mucho zanjó una discusión que hoy parece estéril.
Sin embargo, en Colombia vivimos aferrados a un devastador anacronismo que corroe todo, que le da a lo nuevo no una pátina de nobleza y antigüedad sino de bisutería, de abalorio, de tienda de ultramarinos. Nos encantan los alamares y las joyas de imitación. Quienes nos mandan (decir gobiernan sería rendirles un inmerecido homenaje) tienen por lo general el alma plana y el espíritu espeso. Cada uno vive obsesionado por su gloria de un día, como si de pequeñas efímeras se tratara.
Cuidan su hoja y la muerden, con la esperanza de que su señal sobreviva la noche, de que su fama de aldea se consolide sobre la de otras efímeras.
No comprenden lo elemental, porque lo suyo no es la reflexión sino la acción impetuosa. No tienen propósitos sino impulsos. Poco les interesa el bienestar común, ni el acierto de sus decisiones; viven de apariencias y vanidades; y nos matan a todos con su vacuidad absoluta.
Solo esa pobreza de alma explica que en apenas poco más de treinta años se hayan expedido en el país cuatro códigos de procedimiento penal. Abanderados de las estadísticas negativas, en ésta no tenemos rival. Cualquier espíritu sensato advertirá que en tres décadas el mundo no ha cambiado tanto como para hacer necesaria tal proliferación. Pero es que entre nosotros pululan los predestinados, los megalómanos, los enviados de Dios. Y cada uno viene con su código bajo el brazo.
El afán no les deja ver. Será porque, como decía Octavio Paz, ver duele. Si vieran, entenderían que cada sociedad tiene su particular idea del mundo y formas distintas de creer, soñar y juzgar.
No se trata, como piensan los mesiánicos, de trasplantar modelos de países que vi- ven a otros ritmos y tienen otras infraestructuras. Nosotros somos más míseros que pobres, y más bárbaros que civilizados. Pero los que mandan lo olvidan, o cierran los ojos para cubrirse de lo que creen gloria. Y no es gloria sino iniquidad lo que nos traerá una reforma penal que no consulta la esencia del país.
Nos atosigarán con un código que rinde culto a lo adjetivo, a una ritualidad calvinista que nos es ajena. No contará la verdad y cobrará importancia la máscara, no el rito, que es esencia pura: es el espíritu mismo y tiene que ver con las tradiciones que identifican al hombre y le dan un rostro, no con leyes y decretos de ocasión.
Los ritos, para decirlo con los griegos, nacen de la sangre y nos permiten ver en lo más profundo de nosotros. Los sentimos propios: uña, carne y espíritu. Infunden respeto y tienen un algo sagrado que nos conmueve; al mismo tiempo atemorizan y protegen. Pero ellos, los que mandan, no lo entienden así, porque entienden poco de lo que realmente importa.
Ahora han decidido que los jueces lleven toga. Nada más extraño a nuestra cultura. La majestad de la justicia, habrá que repetirlo, no se logra con leyes, ni con solemnidades de otros ámbitos. Pero se gastarán millones en montar una fiesta de disfraces que, por supuesto, provocará burlas y sonrisas, sin infundir respeto.Jueces de toga en pueblos misérrimos, en salas de audiencia de paredes sucias y desconchadas; y formas —no ritos— que imitarán las de otros mundos. Ésos no seremos nosotros. Pero las efímeras de turno complacerán su vanidad y dirán que por fin llegó a estos yermos la justicia.
Difícil saber si son solo pensamientos obtusos o desmedida presunción de quienes defienden una formalidad que es oropel, ausencia de reflexión, vacío.
Aquí, donde la gente del común suele ser la más inteligente, la toga no se verá como símbolo del poder del Estado sino como lo que es entre nosotros, un disfraz. Los problemas de la administración de justicia son profundos y merecen un tratamiento serio, no paños de agua tibia. La toga es la máscara de quienes cultivan como obsesos la imagen. Y eso lo sabremos todos.
Diría Fernando González que ésta es una reforma de mestizos. Pero no, si lo fuera, consultaría la esencia de nuestro pueblo, su historia, sus tradiciones, sin importar, como si de mercancía se tratara, lo que otros pueblos miran con respeto y nosotros con entendible curiosidad, pero sin reverencia.
No es la toga alma ni símbolo de la justicia, sólo imposición de cortesanos a los que seduce el boato. Y en este país, ése es suficiente argumento, si de ellos
viene. Los demás quedaremos con la toga al cuello.